Por estas fechas todos los años van siendo
publicados a cuenta gotas los principales rankings universitarios a nivel
internacional, en los que se clasifican a las mejores universidades del planeta
siguiendo diferentes enfoques y metodologías. Desde la aparición del Ranking de
Shanghái (ARWU) en el año 2003 estos han ido proliferando y se han establecido
como una referencia obligada de la calidad y excelencia de las instituciones de
educación superior.
Se sabe de antemano que estos rankings son acusados
de sectarios, que son sesgados e incompletos, que los indicadores de medición
que utilizan no son todo lo objetivo que sería deseado, que miden esencialmente
componentes relacionados con la investigación, que no han conseguido establecer
parámetros objetivos que evalúen la calidad del proceso académico y formativo,
que volcados en la investigación básicamente contemplan artículos y trabajos
científicos publicados en inglés y muchos otros elementos más que de alguna
forma comparto y no tengo la intención de soslayar.
En cualquier caso, tenemos que reconocer, sin
ambages, que el núcleo principal de las instituciones que año tras año ocupan
un puesto en las listas de las universidades de élite mundial reúne méritos
suficientes en prácticamente todos los ámbitos de la dinámica universitaria
para estar justamente donde están y tienen un denominador común que podríamos
definir como un sistema virtuoso en el que interactúan de manera
interdependiente un conjunto de factores que no pueden faltar cuando se
pretende ser una institución de excelencia.
Repasemos entonces algunos de esos factores
que conforman la ecuación de excelencia de estas universidades
Estrategia financiera adecuada: hay quienes simplifican la ecuación a
dinero y más dinero, enfoque que no comparto porque sólo con dinero no se
alcanzan los resultados, pero está claro que sin financiación cualquier
proyecto de desarrollo y fortalecimiento de la capacidad institucional estará
condenado al fracaso. Es imprescindible que exista una adecuada estrategia financiera
que permita a la universidad entre otras cosas captar y retener talento a
través de la contratación de profesores e investigadores altamente calificados,
invertir en buenas infraestructuras para docencia e investigación, trabajar en
investigaciones relevantes y crear un ambiente atractivo que estimule el
potencial creativo e innovador de toda la comunidad universitaria. Este es un
factor que depende, sin dudas, de la existencia de políticas públicas en pro de
la educación superior pero en el que en mi criterio tiene un peso relevante la capacidad institucional para impulsar una estrategia que permita a
la universidad capitalizar sus fortalezas y potencialidades en aras de obtener
réditos que puedan ser reinvertidos en el desarrollo de la propia institución.
Ecosistemas que favorecen la economía del conocimiento: este es un factor que cobra
cada vez mayor importancia. La gran mayoría de las universidades de excelencia
tienen en común el encontrarse localizadas
en países, regiones o ciudades que constituyen ecosistemas
fértiles para el desarrollo intensivo de modelos de desarrollo económico y
social basados en el conocimiento. Por tanto, son instituciones que forman
parte de sólidos sistemas de educación
superior y que disponen en su entorno de un tejido empresarial con una elevada
aplicación de ciencia y tecnología. La asociación estratégica universidad –
empresa ha pasado a ser un elemento determinante en la estructuración de la
misión de las universidades. Al
consabido beneficio asociado a la gestión de innovación, entiéndase
investigación, valoración del conocimiento, transferencia de tecnología,
emprendimiento, patentes y la conversión del conocimiento en productos y
servicios comercializables y explotados en el mercado, se agrega el de la
empresa como agente en el diseño, mejoramiento y adecuación de los programas de
estudios para que respondan a las necesidades del mercado laboral. No menos
relevante ha pasado a ser la empresa como socia en la formación y superación de
recursos humanos ya sea a través de la participación directa en el proceso
lectivo, como receptora de estudiantes para la realización de pasantías
profesionales o como socia en la creación y desarrollo de startup de base
tecnológica. Todo lo que se une al hecho de que el tejido empresarial
constituye un cliente natural de los servicios universitarios y por ende una de
las principales fuentes de cofinanciación de las instituciones de educación
superior.
Sólido nivel de integración docencia – investigación: aunque tal vez la correlación entre
docencia e investigación no sea equitativa en los indicadores de medición de
los ranking, esa carencia no decreta de forma alguna su invalidez. La
excelencia académica e investigativa van de la mano y son directamente
proporcionales. A mayor nivel y capacidad de investigación, mejor será el proceso
docente-educativo de la institución tanto desde el punto de vista del rigor académico
y científico como de la adecuación de los contenidos a las necesidades y
demandas de la sociedad. Resulta incuestionable que para el estudiantado,
especialmente de postgrado y años terminales de pregrado, constituye un valor agregado
poder interactuar en el aula con profesores que están de forma activa
vinculados a investigaciones relevantes o tener la posibilidad de participar en
esos proyectos como parte de su formación. Una estrategia coherente de
investigación tiene que estar indisolublemente ligada a la docencia y
constituye la base para recorrer sólidamente el camino que conduce a más y
mejores profesionales con grado científico de doctor en el claustro de las
universidades, a un mayor número de publicaciones científicas, patentes y
licencias, a un mayor nivel de emprendimiento universitario o a una mayor
interacción con el sector empresarial. Requisitos todos de gran valor en las
evaluaciones de los rankings y que son decisivos para afianzar la reputación
institucional que convierte a la universidad en un imán del talento nacional e
internacional.
Fuerte proyección internacional: un elemento distintivo de las universidades
de excelencia que aparecen a la cabeza de los rankings es su alto nivel de
internacionalización que capitaliza los elevados estándares de calidad de su
actividad académica y científica y que se expresa en el reconocimiento e
impacto que tienen a nivel mundial. En sentido general, en estas universidades confluye
una impecable ejecución de la estrategia de internacionalización institucional con
una variada gama de políticas públicas y privadas que sirven de plataforma para
el desarrollo de programas, proyectos y acciones de cooperación e intercambio
internacional del que se benefician tanto estudiantes, profesores,
investigadores como el personal técnico-administrativo de las universidades.
Autonomía y flexibilidad de gestión: otro rasgo inherente a estas universidades
es la solidez de su visión estratégica y su estructura organizacional. El marco
normativo que las rige favorece y estimula la autonomía académica lo que
permite a las unidades un mayor rango de flexibilidad para contratar a
profesores e investigadores o hacer uso de los recursos de que se dispone. Esta
libertad proporciona las condiciones para la atracción del talento nacional e
internacional lo que neutraliza la endogamia que es uno de los males más
comunes que afectan a las universidades y al mismo tiempo les permite actuar de
forma ágil para responder a las disímiles situaciones con las que son
confrontadas las universidades en un mercado cada vez más competitivo, mutante
y global. Una gobernabilidad sustentada en el liderazgo en la que se minimiza
la burocracia y se dinamizan y flexibilizan los procesos constituye una
condición sine qua non para que florezca
un espíritu innovador, emprendedor y de verdadera vocación colaborativa e
internacional.
La irrupción hace algo más de una década de
los rankings ha hecho patente las enormes disparidades que existen entre las
universidades que conforman la élite de la educación superior mundial y el
resto de instituciones, que parecieran no disponer de armas para competir en este
maratón por la excelencia. Si fuésemos conformistas no nos quedaría más remedio
que resignarnos a aceptar que Iberoamérica está condenada a mantener su escuálida
representatividad en los rankings universitarios. Yo quiero ser optimista y prefiero
pensar que tal como ha sucedido en otras regiones, lo mejor es despojarnos de justificaciones
amparadas en el fatalismo e impulsar una estrategia regional que conduzca a
reforzar los sistemas nacionales de educación superior y a consolidar algunas
instituciones que tienen suficiente potencial para ser también reconocidas
entre las mejores del mundo. Trabajar en estos cinco factores que están estrechamente interrelacionados parece ser una buena hoja de ruta.
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