El entorno universitario es cada día más
competitivo, complejo y dinámico por lo que es necesario introducir cambios
sistemáticamente en la organización de los procesos y formas en que las
instituciones de educación superior afrontan su trabajo. Sin embargo, resulta
muchas veces contradictorio que en instituciones que acogen en su seno a una
buena parte de lo más representativo y destacado de la intelectualidad y el
conocimiento científico de la sociedad se constate tanta resistencia a la
experimentación e innovación en los procesos organizacionales. La universidad
de hoy no puede responder a los nuevos desafíos aplicando los moldes y
soluciones que le funcionaron hace veinte o treinta años y lo que resulta aún
más preocupante, dentro de pocos años es muy posible no le sirvan de mucho las
soluciones que deberían estar aplicando hoy.
Valdría entonces preguntarnos ¿cómo es posible
que una cuna de sabiduría como la universidad se resista a seguir los designios
de la lógica y el sentido común? Hace unos días mientras revisaba los debates
de la Primera Conferencia Internacional de la Red Universidad Empresa América
Latina, Caribe, Unión Europea (REDUE-ALCUE) encontré una posible respuesta a
esta pregunta cuando uno de los ponentes refería en su presentación que uno de
los principales problemas que enfrentan las universidades es que en lugar de
convertirse en generadoras de ecosistemas de ciencia, tecnología e innovación
se convierten muchas veces en incubadoras de “egosistemas”.
Asumamos aunque sea a regañadientes que el
término retrata una realidad palpable y notoria en muchas universidades.
Asumamos también que su efecto tóxico tiene una fuerte incidencia en patologías
bastante generalizadas en la educación superior como la parálisis y el autismo
institucional por mencionar dos comportamientos frecuentes que se manifiestan
en la dificultad para introducir procesos agiles que permitan responder con
celeridad a los problemas y en la
incapacidad para comunicar y relacionarse de una manera natural con su entorno
y la sociedad.
Consecuentemente, parece evidente que las
instituciones universitarias – cual actores estratégicos de primer orden para
el desarrollo económico y social de sus países y regiones – tendrán sin
renunciar a su esencia que aprender a reinventarse constantemente para que sus
actividades sustantivas se adecuen a los tiempos modernos y conecten de una manera
más eficiente y directa con las demandas y necesidades de la sociedad. En ese
escenario de cambios, transformaciones e introducción de mejoras en los
procesos organizacionales existen pocas áreas del trabajo universitario que
ofrezcan tanto margen para la innovación y que necesiten tanto ser refundadas
como las unidades responsables por la actividad internacional.
Podría enumerar un gran número de elementos
que justifiquen mi afirmación pero voy a referir solamente cuatro que considero
esenciales:
i) La internacionalización es tal vez el
elemento que más velocidad está imprimiendo a las transformaciones que vive la
educación superior. Que la internacionalización sea una oportunidad o una
amenaza dependerá esencialmente de la propia institución y de su capacidad de
poner en marcha una proyección estratégica que coloque verdaderamente a la
internacionalización en el epicentro de la actividad institucional.
ii) Existe un enorme caudal de espacios
inexplorados en la interacción entre las universidades y la sociedad, la unidad
responsable por la internacionalización tiene que ser vaso comunicante con el
exterior y escaparate de su institución en el mundo. La estrategia para
aprovechar ese universo de oportunidades inexploradas tiene que comenzar a
construirse en la propia institución y en su entorno [ver: La Internacionalización comienza en casa y Los cuatro cuadrantes de la internacionalización universitaria] y la oficina de relaciones internacionales tiene que ser
inexorablemente una pieza clave en la implementación de esa estrategia.
iii) Cambiar comportamientos lleva tiempo y
mucho trabajo. Es necesario que el vínculo con la sociedad y la dimensión
internacional vayan de la mano de un cambio en la cultura de trabajo de la
institución. La oficina de relaciones internacionales tiene que convertirse en
catalizadora y promotora de procesos dinámicos y ágiles basados en una
eficiente gestión por proyectos [ver: El grado de madurez en gestión de proyectos, un componente clave para la internacionalización] y eje central en
la instrumentación de acciones que conlleven a que la universidad y su
comunidad académica y científica abracen de forma gradual una cultura de
gestión emprendedora que les prepare para escuchar a la sociedad y al mercado,
identificar oportunidades y responder de forma creativa e innovadora a esas
demandas, construyendo redes y asociaciones colaborativas sostenibles en que
todas las partes se sientan satisfechas y obtengan beneficios tangibles de esa
interacción.
iv) Sin menoscabo del papel principalísimo e
insustituible que tiene el Estado en la financiación de la educación superior y
la investigación científica resulta evidente su incapacidad para garantizar la
financiación de estas actividades, en unos casos por ausencia de políticas
públicas adecuadas y en otros por escases de recursos para responder a las
necesidades del sector. Las unidades responsables por la internacionalización
tienen por ende una importante tarea en la captación de fondos complementarios,
explorando nuevos horizontes que diversifiquen las fuentes de financiación y
garanticen la operatividad y buen funcionamiento de la institución. Esta tarea
lleva aparejada un reto mayor, el acabar con el lastre que significa para las
instituciones la mentalidad de que su funcionamiento operacional y capacidad para
acometer nuevos proyectos es dependiente de la existencia de subsidios y fondos
del Estado.
Obviamente, nada de esto podría llevarse a
cabo con oficinas de relaciones internacionales que operen a la usanza de los
años ochenta, plagadas de limitaciones de todo tipo, con un escaso margen de autonomía
y reducidas a un quehacer que poco tributa e incide en los principales procesos
de la dinámica universitaria. Los nuevos tiempos demandan equipos sólidos,
debidamente jerarquizados y empoderados en la estructura para que puedan hacer
eficazmente su trabajo. Equipos que exhiban un alto nivel de profesionalización
en los servicios que prestan a su comunidad y que afronten su trabajo con
pasión, con orgullo y sentido de pertenencia por su camiseta, equipos que
puedan liderar en toda la extensión de la palabra la puesta en marcha de la
estrategia de internacionalización de su universidad.
La internacionalización es una tarea de todos
y para el beneficio de todos pero vertebrarla requiere de un alto nivel de
especialización y de un enorme compromiso y dedicación de los recursos humanos
que coordinan su implementación. Avanzar exitosamente en ese campo no ocurrirá
jamás por generación espontanea y no debemos pedir a académicos y científicos
que asuman un rol que no les corresponde. Después de todo, no se les puede
exigir que se esfuercen por colocar a nuestras instituciones en el mapa de la
excelencia por la calidad y pertenencia
de la docencia y producción científica que desarrollan y que al mismo tiempo
sean buenos negociadores y gestores de procesos. Cada quien debe asumir el
papel que tiene en la dinámica institucional.
La internacionalización es una
tarea estratégica que debe coordinar e impulsar la oficina de relaciones
internacionales, démosle su espacio, dotémosla de los recursos necesarios y
exijámosle que cumplan con su valioso encargo institucional para que la
internacionalización se convierta en motor impulsor de ecosistemas de
educación, ciencia, tecnología e innovación acordes con las necesidades y
exigencias de los nuevos tiempos.
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